Una vez me enamoré de una mujer, perdidamente.
Pero no le di ni la hora.
Me enamoré de la peor mujer, la más malvada, la que peor me podía hacer, la que más daño prometía.
Y el veneno de ese deseo me fue matando lentamente.
Ella, nunca lo supo.
Imagino que ella también se enamoró de mí, porque soy irresistible.
Imposible que no se enamorara de estos hoyuelitos, de esta forma de hablar hasta por los codos, de esta torpeza al caminar, de estos kilos de más, de esta cobardía.
Ella tampoco me dio ni la hora, ni sus minutos, ni nada.
Hacía como si yo no existiese...pero creo (supongo) que le molestaba mi presencia-ausencia.
Las dos nos enamoramos y si bien ambas lo sabíamos, las dos nos silenciamos, nos evitamos, intentamos no forzar la situación, porque era imposible que de un encuentro nuestro no chocaran los planetas.
Y el universo todo reverdecería. Y sería o todo o nada.
Una vez me enamoré de esa mujer, la más repudiable, esa de la que no debería haberme enamorado. Y este amor platónico, enfermizo, me dejó sin codos...me los mordía antes de llamarla.
Y sin uñas...me las comía antes de escribirle.
Y la borré del chat, y del Facebook y de todos lados. Eliminé los pocos emails que de ella tenía, donde me pedía datos sobre unas plantas que nadie conocía (patrañas) o aquellos donde me preguntaba boludeces como quien no quiere la cosa, solo para leerme, para oler en la letra de mis correos un poco de mi olor capitalino, a lo lejos.
Pero no pude borrarla definitivamente de ese rincón oscuro en donde la archivé, y ahora que está podrida dentro mío, hoy que golpea para que la deje volar, o me pide a gritos que la mate de una vez, que le tire veneno para ratas, o le abra la puerta de la cárcel a la cual la condené por haberme gustado tanto...ahora, ya no vale la pena ni siquiera abrir ese portón. Su olor me repele...
Ella también me condenó al olvido. Se arrepintió mil veces de escribirme con excusas falsas. Y hoy ella se lamenta una y mil veces de haber soñado conmigo, de haber tenido las fantasías más crueles, las más perversas, en las cuales me amaba hasta asfixiarme, esos sueños que sin que ella sepa eran coincidentes, porque mientras ella me soñaba de piernas abiertas, sobre su escritorio, yo la pensaba con los ojos abiertos, sentada a mi lado en un cine, eróticamente, libidinosa...algo irreal, pero placentero.
Y mientras ella pensaba que me tocaba, yo me tocaba pensando en ella. Y parece que la energía del universo, mágicamente, unía su tocarme ella a mí con mi propio tocarme y era un juego de manos irreales que iban y venían, como peces en su agua...aprendiendo a quererse sin poseer.
Y en ese rechazarnos continuo, en esa imposibilidad de ser libres, de encontrarnos y estallar, en esa cosa de alejarnos paulatinamente, pisoteando los caminos del deseo sin volver la vista atrás, nos dimos cuenta con el paso de los meses que esa maldita mujer a la que nos enganchamos sin querer, esa que era un tóxico de noche, una fruta podrida en nuestra almohada, esa mujer que nos ahogaba en cada suspiro, bajo la ducha, mezclando nuestros líquidos con lágrimas, esa mujer...debía indefectiblemente morir en nuestras manos.
Y así, entonces, ella me mató a mí, sentí su daga. No lo dudó..o sí...yo la vi segura venir hacia mí con el arma en la mano, apretando los dientes, diciendo “basta” a tanto divague.
Y yo, en mi último suspiro, la maté de un tiro por la espalda.
No podía verle la cara a la mal nacida a la que tanto amor no le pude dar.
Ella me clavó esa daga oxidada, la daga de su resentimiento, de sus abandonos, de sus soledades.
Yo le disparé de lejos, casi sin mirar su rostro desfallecer.
Y las dos nos fuimos muriendo de a poco...una para la otra, indiferentes al dolor, conscientes de un amor que no quiso ser, que nunca fue, que se quedó en espera.
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