Fue en Boston y en un hotel, con pastillas. Lamia Maraini, treinta y cuatro años. A nadie le sorprendió demasiado, algunas mujeres lloraron en ciudades lejanas, la que vivía en Boston se fue esa noche a un nightclub y lo pasó padre (así se lo dijo a una amiga mexicana). Entre los pocos papeles de la valija había tarjetas postales con solamente nombres de pila, y una larga carta romántica fechada meses antes pero apenas leída, casi intocada en el ancho sobre azul. No sé, Lamia -una escritura redonda y aplicada, un poco lenta pero viniendo evidentemente de alguien que no hacía borradores-, no sé si voy a enviarte esta carta, hace ya tanto que tu silencio me prueba que no las lees y yo nunca aprendí a enviarte notas breves que acaso hubieran despertado un deseo de respuesta, dos líneas o uno de esos dibujos con flechas y ranitas que alguna vez me enviaste desde Ischia, desde Managua, descansos de viaje o maneras de llenar una hora de hastío con una mínima gentileza un poco irónica.
Ves, apenas empiezo a hablarte se siente -tú lo sentirás más que yo y rechazarás esta carta con un malhumor de gata mal despierta- que no podré ser breve, que cuando empiezo a hablarte hay como un tiempo abolido, es otra vez la oficina del CERN y las lentas charlas que nos salvaban de la bruma burocrática, de los papeles como polvorientos sobre nuestros escritorios, urgente, traducción inmediata, el placer de ignorar un mundo al que nunca pertenecimos de veras, la esperanza de inventarnos otro sin prisa pero tenso y crispado y lleno de torbellinos e inesperadas fiestas. Hablo de mi, claro, tú no lo viste nunca así pero cómo podía yo saberlo entonces, Lamia, como podía adivinar que al hablarme te estabas como peinando o maquillando, siempre sola, siempre vuelta hacia ti, yo tu espejo Mireille, tu eco Mireille, hasta el día en que abrieras la puerta del fin de tu contrato y saltaras a la vida calle afuera, aplastaras el pie en el acelerador de tu Porsche que te lanzaría a otras cosas, a lo que ahora estarás viviendo sin imaginarme aquí escribiéndote.
Digamos que te hablo para que mi carta llene una hora hueca, un intervalo de café, que alzarás la vista entre frase y frase para mirar cómo pasa la gente, para apreciar esas pantorrillas que una falda roja y unas botas de blando cuero delimitan impecablemente. ¿Dónde estás, Lamia, en qué playas, en qué cama, en qué lobby de hotel te alcanzará esta carta que entregaré a un empleado indiferente para que le ponga los sellos y me indique el precio del franqueo sin mirarme, sin más que repetir los gestos de la rutina? Todo es impreciso, posible e improbable: que la leas, que no te llegue, que te llegue y no la leas, entregada a juegos más ceñidos; o que la leas entre dos tragos de vino, entre dos respuestas a esas preguntas que siempre te harán las que viven la indecible fortuna de compartirte en una mesa o una reunión de amigos; sí, un azar de instantes o de humores, el sobre que asoma en tu bolso y que decides abrir porque te aburres, o que hundes entre un peine y una lima de uñas, entre monedas sueltas y pedazos de papel con direcciones o mensajes. Y si la lees, porque no puedo tolerar que no la leas aunque sólo sea para interrumpirla con un gesto de hastío, si la lees hasta aquí, hasta esta palabra aquí que se aferra a tus ojos, que busca guardar tu mirada en lo que sigue, si la lees, Lamia, qué puede importarte lo que quiero decirte, no ya que te amo porque eso lo sabes desde siempre y te de igual y no es noticia, realmente no es noticia para ti allá donde estés amando a otra o solamente mirando el río de mujeres que el viento de la calle acerca a tu mesa y se lleva en lentas bordadas, cediéndote por un instante sus singladuras y sus máscaras de proa, las regatas multicolores que alguna ganará sin saberlo cuando te levantes y la sigas, la vuelvas única en la muchedumbre del atardecer, la abordes en el instante preciso, en el portal exacto donde tu sonrisa, tu pregunta, tu manera de ofrecer la llave de la noche sean exactamente halcón, festín, hartazgo.
Digamos entonces que te voy a hablar de Javier para divertirte un rato. A mi no me divierte, te lo ofrezco como una libación más a las tantas que he volcado a tus pies (¿compraste al fin esos zapatos de Gregsson que habías visto en Vogue y que burlonamente decías desear más que los labios de Anouk Aimée?). No, no me divierte pero a la vez necesito hablar de él como quien vuelve y vuelve con la lengua sobre un trocito de carne trabado entre los dientes; me hace falta hablar de él porque desde Verona hay en él algo de súcubo (¿de íncubo? Siempre me corregiste y ya ves, sigo en la duda) y entonces el exorcismo, echarlo de mi como también él buscó echarme de él en ese texto que tanta gracia te hizo en México cuando leíste su último libro, tu tarjeta postal que tardé en comprender porque jugabas con cada palabra, enredabas las sílabas y escribías en semicírculos que se seccionaban mezclando pedazos sin sentido, descarrilando la mirada. Es curioso, Lamia, pero de alguna manera ese texto de Javier es real, él pudo convertirlo en un relato literario y darle el título un poco numismático y publicarlo como pura ficción, pero las cosas pasaron así, por lo menos las cosas exteriores que para Javier fueron las más importantes, y a veces para mi Su estúpido error -entre tantísimos otros- estuvo en creer que su texto nos abarcaba y de alguna manera nos resumía; creyó por escritor y por vanidoso, que tal vez son las mismas cosas, que las frases donde hablaba de él y de mi usando el plural completaban una visión de conjunto y me concedían la parte que me tocaba, el ángulo visual que yo hubiera tenido el derecho de reclamar en ese texto. La ventaja de no ser escritora es que ahora te voy a hablar de él honesta y simple y epistolarmente en primera persona; y no guardaré copia, Lamia, y nadie podrá enviarle una postal a Javier con una broma irónica sobre esto. Porque es tiempo de ver las cosas como son, para él su texto contenía la verdad y era así, pero sólo para él. Demasiado fácil hablar de las caras de la medalla y creerse capaz de ir de una a otra, pasar del yo a un plural literario que pretendía incluirme. A veces sí, no lo niego, no estoy diciendo resentidamente todo esto, Javier, créeme que no (Lamia me perdonará esta brusca sustitución de corresponsal, en la mañana de los hechos y sus razones y sus no explicaciones vaya a saber si no te estoy escribiendo a ti, pobre amigo mojado de imposible), pero era necesario que la otra cara de la medalla tuviera su verdadera voz, te mostrara tal como es un hombre cuando lo sacan de su cómoda rutina, lo desnudan de sus trapos y sus mitos y sus máscaras.
Por lo demás te debo una aclaración, Lamia, aunque no dejarás de observar que no es a ti sino a Javier a quien se la debo, y desde luego tienes razón. Si leíste bien su texto (a veces una crueldad instantánea te lleva a superponer la irrision al juicio, y nada ni nadie te haría cambiar esa visión demoníaca que es entonces la tuya), habrás visto que a su manera le da vergüenza haberlo escrito, son cosas que no puede dejar de decir pero que en el fondo hubiera preferido callarse. Desde luego para él también era un exorcismo, necesitó sufrir como imagino que sufrió al escribirlo, confiando en una liberación, en un efecto de sangría. Y por eso cuando se decidió a hacerme llegar el texto, mucho antes de publicarlo junto con otros relatos imaginarios, agregó una carta donde confesaba precisamente eso que tú habías encontrado intolerable. También él, Lamia, también él. Te copio sus palabras: "Ya sé, Mireille, es obsceno escribir estas cosas, darlas a los mirones. Qué quieres, están los que van a confesarse a las iglesias, están los que escriben interminables cartas y también los que fingen urdir una novela o un cuento con sus aconteceres personales. Qué quieres, el amor pide calle, pide viento, no sabe morir en la soledad. Detrás de este triste espectáculo de palabras tiembla indeciblemente la esperanza de que me leas, de que no me haya muerto del todo en tu memoria". Ya vez el tipo de hombre, Lamia; no te enseño nada nuevo porque para ti todos son iguales, en lo que te equivocas, pero por desgracia él entra exactamente en el molde de desprecio que les has definido para siempre.
No me olvido de tu mueca el día en que te dije que Javier me daba lástima; era exactamente mediodía, bebíamos martinis en el bar de la estación, te ibas a Marsella y acababas de darme una lista de cosas olvidadas, un trámite bancario, llamadas telefónicas, tu recurrente herencia de esas pequeñas servidumbres que acaso inventabas en parte para dejarme por lo menos una limosna. Te dije que Javier me daba lástima, que había contestado con dos líneas amables su carta casi histérica de Londres, que lo vería tres semanas después en un plan de turismo amistoso. No te burlaste directamente, pero la elección de Verona te llenó de chispas los ojos, reíste entre dos tragos, evitaste las citas clásicas, por supuesto, te fuiste sin dejarme saber lo que pensabas; tu beso fue quizás más largo que otra veces, tu mano se cerró un momento en mi brazo. No alcancé siquiera a decirte que nada podía ocurrir que me cambiara, me hubiera gustado decírtelo sólo por mi, puesto que tú te alejabas otra vez hacia una de tus presas, se lo sentía en tu manera de mirar el reloj, de contar desde ese instante el tiempo que te separaba del encuentro. No lo creerás pero en los días que siguieron pensé poco en ti, tu ausencia se volvía cada vez más tangible y casi no era necesario verte, la oficina sin ti era tu territorio terminante, tu lápiz imperioso a un lado de tu mesa, la funda de tu máquina cubriendo el teclado que tanto me gustaba ver cuando tus dedos bailaban envueltos en el humo de tu Chesterfield; no necesitaba pensar en ti, las cosas eran tú, no te habías ido. Poco a poco la sombra de Javier volvía a entrar como tantas veces había entrado él a la oficina, pretextando una consulta para demorarse de pie junto a mi mesa y al final proponiéndome un concierto o un paseo de fin de semana. Enemiga de la improvisación y del desorden como me conoces, le había escrito que me ocuparía de reservar hotel, de fijar los horarios; él me lo agradeció desde Londres, llegó a Verona media hora antes que yo una mañana de mayo, bebió esperándome en el bar del hotel, me apretó apenas en sus brazos antes de quitarme la maleta, decirme que no lo creía, reírse como un chico, acompañarme a mi habitación y descubrir que estaba enfrente de la suya, apenas algo más al fondo del corredor amortiguado de estuco y cortinados marrones, el mismo hotel Accademia de otro viaje mío, la seguridad de la calma y del buen trato. No dijo nada, claro, miró las dos puertas y no dijo nada. Otro me hubiera reprochado la crueldad de esa cercanía, o preguntado si era un simple casualidad en el mecanismo del hotel. Lo era, sin duda, pero también era verdad que yo no había pedido expresamente que nos alojaran en pisos diferentes, difícil decirle eso a un gerente italiano y además parecía una manera de que las cosas fueran limpias y claras, un encuentro de amigos que se quieren bien.
Me doy cuenta de que todo esto se esfuma en una linealidad perfectamente falsa como todas las linealidades, y que sólo puede tener sentido si entre tus ojos (¿siguen siendo azules, siguen reflejando otros colores y llenándose de brillos dorados, de bruscas y terribles fugas verdes para volver con un simple aletazo de los párpados al aguamarina desde donde me enfrenta para siempre tu negativa, tu rechazo?), entre tus ojos y esta página se interpone una lupa capaz de mostrarte algunos de los infinitos puntos que componen la decisión de citarse en Verona y vivir una semana de dos piezas separadas apenas por un pasillo y por dos imposibilidades. Te digo entonces que si respondí a la carta de Javier, si lo cité en Verona, esos actos se dieron dentro de una admisión tácita del pasado, de todo lo que conociste hasta el punto final del texto de Javier. No te rías pero ese encuentro se basaba en algo así como un orden del día, mi voluntad de hablar, de decirle la verdad, de acaso encontrar un terreno común donde el contento fuera posible, una manera de seguir marchando juntos como alguna vez en Ginebra. No te rías pero en mi aceptación había cariño y respeto, había el Javier de las tardes en mi cabaña, de las noches de concierto, el hombre que había podido ser mi amigo de vagabundeos, de Schumann y de Marguerite Yourcenar (no te rías, Lamia, eran playas de encuentro y de delicias, allí sí había sido posible esa cercanía que él acabó haciendo pedazos con su torpe conducta de oso en celo); y cuando lo expuse el orden del día, cuando acepté un reencuentro en Verona para decirle lo que él hubiera debido adivinar desde tanto antes, su alegría me hizo bien, me pareció que acaso para nosotros se abría un terreno común donde los juegos fueran otra vez posibles, y mientras bajaba para encontrarme con él en el bar y salir a la calle bajo la llovizna de mediodía me sentí la misma de antes, libre de los recuerdos que nos manchaban, de la infinita torpeza de las dos noches de Ginebra, y él también parecía estar como recién lavado de su propia miseria, esperándome con proyectos de paseos, la esperanza de encontrar en Verona los mejores spaghettis de Italia, las capillas y los puentes y las charlas que ahuyentaran los fantasmas.
Veo, cómo podría no verla, tu sonrisa entre maligna y compasiva, te imagino encongiéndote de hombros y acaso dando a leer mi carta a la que bebe o fuma a tu lado, tregua amable en una siesta de almohadas y murmullos. Me expongo a tu desprecio o a tu lástima, pero a esa hora él era como un puerto después de ti en Ginebra. Su mano en mi brazo ("¿estás bastante abrigada, no te molesta la lluvia?") me guiaba al azar por una ciudad que yo conocía mejor que él hasta que en algún momento le mostré el camino, bajamos a la Piazza delle Erbe y fueron el rojo y el ocre, la discusión sobre el gótico, el dejarse llevar por la ciudad y sus vitrinas, disentir sobre las tumbas de los Escalígeros, él sí y yo no, la deriva deliciosa por callejas sin destino preciso, el primer almuerzo allí donde yo había comido mariscos alguna vez y no los encontraría ahora pero qué importaba si el vino era bueno y la penumbra nos dejaba hablar, nos dejaba mirarnos sin la doble humillación de las últimas miradas en Ginebra. Lo encontré el de siempre, dulce y un poco brusco al mismo tiempo, la barba más corta y los ojos más cansados, las manos huesudas triturando un cigarrillo antes de encenderlo, su voz en la que había también una manera de mirarme, una caricia que sus dedos no podían ya tender hasta mi cara. Había como una espera tácita y necesaria, un lento interregno que llenábamos de anécdotas, trabajos y viajes, recuento de vidas separadas corriendo por países distantes, Eileen evocada pasajeramente porque él siempre había sido leal conmigo y tampoco ahora callaba su pequeña historia sin salida. Nos sentimos bien mientras bebíamos el café y la grappa (sabes que soy experta en grappa y él aceptó mi elección y la aprobó con un gesto infantil, tímidamente pasando un dedo por mi nariz y recogiendo la mano como si yo fuera a reprochárselo); ya entonces habíamos comparado planos y preferencias, yo habría de guiarlo por palacios e iglesias y además él necesitaba un paraguas y pañuelos y también quería mi consejo para comprar calcetines porque ya se sabe que en Italia. Amigos, sí, derivando otra vez, buscando San Zeno y cruzando nuestro primer puente con un sol inesperado que temblaba de frío y dudoso en las colinas.
Cuando volvimos al hotel con proyectos de paseo nocturno y cena suntuosa, jugando a ser turistas y a tener por fin un largo tiempo sin oficinas ni obligaciones, Javier me invitó a beber un trago en su habitación y yo convertí su cama en un diván mientras él abría una botella de coñac y se sentaba en el único sillón para mostrarme libros ingleses. Sentíamos pasar la tarde sin premura, hablábamos de Verona, los silencios se abrían necesarios y bellos como esas pausas en una música que también son música; estábamos bien, podíamos mirarnos. En algún momento yo debería hablar, por eso sobre todo habíamos venido a Verona pero él no hacía preguntas, puerilmente asombrado de verme ahí, sintiéndome otra vez tan cerca, sentada a lo yoga en su cama. Se lo dije, esperaríamos a mañana, hablaríamos; él bajó la cabeza y dijo sí, dijo no te preocupes, hay tiempo, déjame estar tan bien así. Por todo eso fue bueno volver a mi cuarto al anochecer, perderme largo rato en una ducha y mirar los tejados y las colinas. No me creas más ingenua de lo que soy, esa tarde había sido lo que Javier, inexplicablemente entusiasta del boxeo, hubiera llamado el primer round de estudio, la cortesía sigilosa de quienes buscan o temen los flancos peligrosos, el brusco ataque frontal, pero detrás de la cordura se agazapaba tanto sucio pasado; ahora solamente esperábamos, cada cual de su lado, cada cual en su rincón.
El otro día llegó después de caminar con frío y jugando, chianti y mariscos, el Adige crecido y gentes cantando en las plazas. Ah Lamia, es difícil escribir frases legibles cuando lo que quiero reconstruir para ti -para qué para ti, ajena y sarcástica- contiene ya el final y el final no es más que palabras mezcladas y confusas, ciao por ejemplo, esa manera de saludar o despedirse indistintamente, o botón, pipa, rechazo, cine soviético, última copa de whisky, insomnio, palabra que me lo dicen todo pero que es preciso alisar, conectar con otras para que comprendas, para que el discurso se tienda en la página como las cosas se tendieron en el tiempo de esos días. Botón por ejemplo, llevé una camisa de Javier a mi cuarto para coserle un botón, o pipa, ves, al otro día después de vagar por el mercado de la Piazza delle Erbe pasó que él me miró con esa cara lisa y nueva con que me miraba como deben mirar los boxeadores en el primer round, convencido acaso de que todo estaba bien así y que todo seguiría sin cambios en esa nueva manera de mirarnos y de andar juntos, y después tuvo una gran sonrisa misteriosa y me dijo que ya estaba enterado, que me había visto buscar en mi bolso cuando charlábamos en su cuarto, mi gesto un poco desolado al descubrir que me había dejado la pipa en Ginebra, mi placer de las tardes juntos al fuego en la cabaña cuando escuchábamos Brahms, mi cómica enternecedora hermosa semejanza con George Sand, mi gusto por el tabaco holandés que él detestaba, fumador de mezclas escocesas, y no podía ser, era absolutamente necesario que esa tarde encendiéramos al mismo tiempo nuestras pipas en su cuarto o en el mío, y ya había mirado las vitrinas mientras paseábamos y sabía adónde debíamos ir para que yo eligiera la pipa que iba a regalarme, el paquete de horrible tabaco que no era más que una de mis aberraciones, sentir que era tan feliz diciéndomelo, jugando conmigo a que yo me conmoviera y aceptara su regalo y entre los dos sopesáramos largamente las pipas hasta encontrar la justa medida y el justo color. Volvimos a instalarnos en su cuarto, los pequeños rituales se repitieron acompasadamente, fumamos mirándonos con aire apreciativo, cada cual su tabaco pero un mismo humo llenando poco a poco el aire mientras él callaba y su mano venía un segundo hasta mi rodilla y entonces sí, entonces era la hora de decirle lo que él ya sabía, torpemente pero al fin decírselo, poner en palabras y pausas eso que él tenía que saber de alguna manera aunque creyera no haberlo sabido nunca. Cállate, Lamia, cállate esa palabra de burla que siento venir a tu boca como una burbuja ácida, no me dejes estar tan sola en esa hora en que bajé la cabeza y él comprendió y puso en el suelo la pequeña lámpara para que sólo el fuego de nuestras pipas ardiera alternativamente mientras yo no te nombraba pero todo estaba nombrándote, mi pipa, mi voz como quemada por la pena, la simple horrible definición de lo que soy frente a quien me escuchaba con los ojos cerrados, acaso un poco pálido aunque siempre la palidez me pareciera un simple recurso de escritores románticos.
De él no esperaba más que una admisión y acaso, después, que me dijera que estaba bien, que no había nada que decir y nada que hacer frente a eso. Ríete triunfalmente, dale a tu perversa sapiencia el cauce que te pide ahora. Porque no fue así, por supuesto, solamente su mano otra vez apretando mi rodilla como una aceptación dolorosa, pero después empezaron las palabras mientras yo me dejaba resbalar en la cama y me aferraba al último resto de silencio que él destruía con su apagado soliloquio. Ya en Ginebra, en el otro contexto, lo había oído abogar por una causa perdida, pedirme que fuera suya porque después, porque nada podía estar dicho ni ser cierto antes, porque la verdad empezaría del otro lado, al término del viaje de los cuerpos, de su lenguaje diferente. Ahora era otra cosa, ahora él sabía (pero lo había sabido antes sin de veras saberlo, su cuerpo lo había sabido contra el mío y ésa era mi falta, mi mentira por omisión, mi dejarlo llegar dos veces desnudo a mi desnuda entrega para que todo se resolviera en frío y vergüenza de amanecer entre sábanas inútiles), ahora él lo sabía por mi y no lo aceptaba, bruscamente se erguía y se apretaba a mi para besarme en el cuello y en el pelo, no importa que sea así Mireille, no sé si es verdad hasta ese punto o solamente un filo de navaja, un caminar por un techo de dos aguas, quizás quieres librarme de mi propia culpa, de haberte tenido entre los brazos y solamente la nada, el imposible encuentro. Cómo decirle que no, que acaso sí, cómo explicarle y explicarme mi rechazo más profundo fingiéndose tan sólo timidez y espera, algo como un cuerpo de virgen contraído por los pavores de tanto atavismo (no te rías, pantera de musgo, qué otra cosa puedo hacer que alinear estas palabras), y decirle a la vez que mi rechazo no tenía remedio, que jamás su deseo se abriría paso en algo que le era ajeno, que solamente pudo haber sido tuyo o de otra, tuyo o de cualquiera que hubiese venido a mi con un abrazo de perfecta simetría, de senos contra senos, de hundido sexo contra hundido sexo, de dedos buscando en un espejo, de bocas repitiendo una doble alternada succión interminable.
Pero son tan estúpidos, Lamia, ahora sí puedes estallar en la carcajada que te quema la garganta, qué se puede esperar o hacer frente a alguien que retrocede sin retroceder, que acata la imposibilidad a la vez que se rebela inútilmente. Ya sé, a eso le estás llamando esperanzas, si estuvieras conmigo me mirarías irónica, preguntarías entre dos bocanadas de Chesterfield si a pesar de todo yo esperaba de mi algo como una mutación, lo que él había llamado caminar sobre un techo de dos aguas y entonces resbalar por un momento a su lado; si a pesar de tantos años de solitaria confirmación todavía esperaba un margen suficiente como para darme y dar una breve felicidad de llamarada. ¿Qué te puedo decir? Que sí, acaso, que acaso en ese momento lo esperé, que él estaba allí para eso, para que yo lo esperara, pero que para esperarlo tenía que pasar otra cosa, un rechazo total de la amistad y la cortesía y Verona by night y el puente Risorgimento, que su mano saltara de mi rosilla a mis senos, se hundiera entre mis muslos, me arrancara a tirones la ropa, y en cambio él era el perfecto emblema del respeto, su deseo se mecía en humo y palabras, en esa mirada de perro bueno, de mansa desesperada esperanza, y solamente pedirme que fuera más allá, pedírmelo como el caballero que era, rogarme que diera el salto tras del cual podía nacer al fin la alegría, que en ese mismo instante me desnudara y me diera, ahí en esa cama y en ese instante, que fuera suya porque solamente así sabríamos lo que iba a venir, la orilla opuesta del verdadero encuentro. Y no, Lamia, entonces no, si en ese segundo yo no era capaz de saber lo que sucedería si sus manos y su boca cayeran sobre mi como el violador sobre su presa, en cambio yo misma no haría el primer gesto de la entrega, mi mano no bajaría al cierre de mis pantalones, al broche del corpiño. Mi negativa fue escuchada desde un silencio donde todo parecía hundirse, la luz y las caras y el tiempo, me acarició apenas la mejilla y bajó la cabeza, dijo que comprendía, que una vez más era su culpa, su inevitable manera de echarlo todo a perder, otro coñac, acaso, irse a la calle como una manera de olvido o de recomienzo Verona, de recomienzo pacto. Le tuve tanta lástima, Lamia, nunca lo había deseado menos y por eso podía tenerle lástima y estar de su lado y mirarme desde sus ojos y odiarme y compadecerlo, vámonos a la calle, Javier, aprovechemos la última luz, admiremos el improbable balcón de Julieta, hablemos de Shakespeare, tenemos tantas cosas para hablar a falta de música, cambiemos Brahms por un Campari en los cafecitos del centro o vayamos a comprar tu paraguas, tus calcetines, es tan divertido comprar calcetines en Verona.
Ya ves, ya ves, son tan estúpidos, Lamia, pasan como topos al lado de la luz. Ahora que recuerdo, que reconstruyo nuestro diálogo con esa precisión que me ha dado el infierno bajo forma de memoria, sé que él dejó pasar todo lo importante, que el pobre estaba tan desarmado tan deshecho tan desolado que no se le ocurrió lo único que le quedaba por hacer, ponerme cara a cara contra mi misma, obligarme a ese escrutinio que en otros planos hacemos diariamente ante nuestro espejo, arrancarme las máscaras de lo convencional (eso que siempre me reprochaste, Lamia), del miedo a mi misma y a lo que puede venir, la aceptación de los valores de mamá y papá ("ah, por lo menos sabes que ellos y el catecismo te dictan las conductas", otra vez tú, por supuesto), y así sin lástima como la forma más extrema y más hermosa de la lástima irme llevando al grito y al llanto, desnudarme de otra manera que quitándome la ropa, invitándome al salto, a la implosión y al vértigo, quitándome la máscara Mireille mujer para que él y yo viéramos al fin la verdadera cara de la mujer Mireille, y decidir entonces pero no ya desde las reglas del juego, decirle vete de aquí ahora mismo o sentir que teníamos tantos días por delante para hundirnos el uno en el otro, bebernos y acariciarnos, los sexos y las bocas y cada poro y cada juego y cada espasmo y cada sueño ovillado y murmurante, ese otro lado al que él no era capaz de lanzarme. ¿Qué hubiéramos perdido, qué hubiéramos ganado? La ruleta de la cama, ahí donde yo seguía sentada todavía, el rojo o el negro, el amor de frente y de espaldas, la ruta de los dedos y las lenguas, los olores de mareas y de pelo sudado, los interminables lenguajes de la piel. Todo lo que enumero sin verdaderamente conocerlo, Lamia, todo lo que tú no quisiste nunca darme y que yo no supe buscar en otras, barrida y destrozada por las lejanas inepcias de la juventud, la estúpida iniciación forzada de un verano provincial, la reiterada decepción frente a esa llaga incurable en la memoria, el temor de ceder al deseo descubierto una tarde en una galería de Lausanne, la parálisis de toda voluntad cuando sólo se podía hacer una cosa, asentir a la pulsión que me golpeaba con su ola verde frente a esa chica que bebía su té en la terraza, ir a ella y mirarla, ir a ella y ponerle la mano en el hombro y decirle como tú lo haces, Lamia, decirle simplemente: te deseo, ven.
Pero no, son estúpídos, Lamia, en esa hora en que pudo abrirme como una caja donde esperan flores, como la botella donde duerme el vino, una vez más se retrajo sumiso y cortés, comprendiendo (comprendiendo lo que no bastaba comprender, Lamia, lo que había que forzar con una espléndida marea de injurias y de besos, no hablo de seducción sexual, no hablo de caricias eróticas, lo sabes de sobra), comprendiendo y quedándose en la comprensión, perro mojado, topo inane que sólo sería capaz de escribir de nuevo alguna vez lo que no había sabido vivir, como ya lo había hecho después de Ginebra para tu especial delectación de hembra de hembras, tú la plenamente señora de ti misma mirándonos y riéndote, imposible amor mío triunfando una vez más sin saberlo en una pieza de un hotel de Verona, ciudad de Italia.
Así escrito parece difícil, improbable, pero después lo pasamos bien aquella tarde, éramos eso, ves, y por la noche hubo el descubrimiento de una trattoria en una calleja, la gente amable y riente a la hora de la difícil elección entre lasagne y tortellini; puedo decirte que también hubo un concierto de arias de ópera donde discutimos voces y estilos, un autobús que nos llevó a un pueblo cercano donde nos perdimos. Era ya el cuarto día, después de un viaje hasta Vicenza para visitar el teatro olímpico del Palladio, allí busqué un bolso de mano y Javier me ayudó y finalmente lo eligió por mi tratándome de Hamlet de barraca de feria, y yo le dije que nunca había podido decidirme enseguida y él me miró apenas, hablábamos de compras pero él me miró y no dijo nada, eligió por mi, prácticamente ordenando a la vendedora que empaquetara el bolso sin darme más tiempo a dudar, y yo le dije que me estaba violando, se lo dije así, Lamia, sin pensarlo se lo dije y él volvió a mirarme y comprendí y hubiera querido que olvidara, era tan inútil y tan de tu lado decirle una cosa así, le di las gracias por haberme sacado de esa tienda donde olía podridamente a cuero, al otro día fuimos a Mantua para ver los Giulio Romano del Palacio del Té, un almuerzo y otros Campari, las cenas de vuelta en Verona, las buenas noches cansadas y soñolientas en el pasillo donde él me acompañaba hasta la puerta de mi cuarto y allí me besaba livianamente y me daba las gracias, se volvía a su cuarto casi pared por medio, insomnio por medio, vaya a saber qué consuelos bastardos entre dos cigarrillos y la resaca del coñac.
Nada había sucedido que me diera el derecho de volverme antes a Ginebra, aunque nada tenía ya sentido puedo que el pacto era como un barco haciendo agua, una doble comedia lastimosamente amable en la que de veras nos reíamos, estábamos contentos por momentos y por momentos lejanamente juntos, tomados del brazo en las callejas y los puentes. También él debía desear el regreso a Londres porque el balance estaba hecho y no nos dejaba el menos pretexto para un encuentro en otra Verona del futuro, aunque tal vez hablaríamos de eso ahora que éramos buenos amigos como ves, Lamia, tal vez fuera Amsterdam dentro de cinco meses o Barcelona en primavera con todos los Gaudí y los Joan Miró para ir a ver juntos. No lo hicimos, ninguno de los dos adelantó la menor alusión al futuro, nos manteníamos cortésmente en ese presente de pizza y vinos y palacios, llegó el último día después de pipas y paseos y esa tarde en que nos perdimos en un pueblo cercano y hubo que andar dos horas por senderos entre bosques buscando un restaurante y una parada de ómnibus. Los calcetines eran espléndidos, elegidos por mi para que Javier no reincidiera en sus tendencias abigarradas que le quedaban tan mal, y el paraguas sirvió para protegernos de la llovizna rural y anduvimos bajo el frío del atardecer oliendo a gamuza mojada y a cigarrillos, amigos en Verona hasta esa noche en que él tomaría su tren a las once y yo me quedaría en el hotel hasta la mañana siguiente. La víspera Javier había soñado conmigo pero no me había dicho nada, sólo supe de su sueño dos meses después cuando me escribió a Ginebra y me lo dijo, cuando me envió esa última carta que no le contesté como tampoco tú me contestarás ésta, dentro de la justa necesaria simetría que parece ser el código del infierno. Gentil como siempre, quiero decir estúpido como siempre, no me habló del sueño del último día aunque debía carcomerle el estómago, un sordo cangrejo mordiéndolo mientras comíamos las delicias del último almuerzo en la trattoria preferida. Creo que nada hubiera cambiado si ese día Javier me hubiese hablado del sueño, aunque acaso sí, acaso yo habría terminado por darle mi cuerpo reseco como una limosna o un rescate, solamente para que no se fuera con la boca amarga de pesadilla, con la sonrisa fija del que tiene que mostrarse cortés hasta la última hora y no manchar el pacto de Verona con otra inútil tentativa. Ah Lamia, anoche releí estas páginas porque te escribo fragmentariamente, pasan días y nubes en la cabaña mientras te voy escribiendo este diario de improbable lectura, y entonces soy yo quien las relee y eso significa verme de otra manera, enfrentar un espejo que me muestra fría y decidida frente a una torpe esperanza imposible. Nunca lo traicioné, Lamia, nunca le di una máscara a besar, pero ahora sé que su sueño de alguna manera contenía Ginebra, el no haber sido capaz de decirle la verdad cuando su deseo era más fuerte que su instinto (words, words, words?), cuando le cedí dos veces mi cuerpo para nada, para oírlo llorar con la cara hundida en mi pelo. No era traición, te digo, simplemente imposibilidad de hablarle en ese terreno y también la vaga esperanza de que acaso encontraríamos un contento, una armonía, que tal vez más tarde empezaría otra manera de vivir, sin mutaciones espectaculares, sin conversión aconsejable, simplemente yo podría decirle entonces la verdad y confiar en que comprendiera, que me quisiera así, que me aceptara en un futuro donde quizás habría Brahms y viajes y hasta placer, por qué no también placer. Ves, su impotente desconcierto, su doble fiasco habría de asomar en el sueño de Verona ahora que sabía mi interminable inútil esperanza de ti, de mi antagonista semejante, de mi doble cara a cara y boca a boca, del amor que acaso estás dándole a tu presa del momento allí donde te hayan llegado estos papeles.
¿Quieres oír el sueño? Te lo diré con sus palabras, no las copio de su carta sino de mi memoria donde giran como una mosca insoportable y vuelven y vuelven. Es él quien lo cuenta: Estábamos en una cama, tendidos sobre un cobertor y vestidos, era evidente que no habíamos hecho el amor, pero a mi me desconcertaba el tono trivial de Mireille, sus casi frívolas referecias al largo silencio que había habido entre nosotros durante meses. En algún momento le pregunté si no había leído mi carta enviada desde Londres mucho después del último encuentro, del último desencuentro en Ginebra. Su respuesta era ya la pesadilla: no, no la había leído (y no le importaba, evidentemente); desde luego la carta había llegado porque en la oficina le habían dicho que pasara a recogerla, una carta certificada en un sobre alargado, pero ella no había bajado a buscarla, probablemente estaba todavía allí. Y mientras me lo decía con una tranquila indiferencia, la delicia de haberme encontrado otra vez con ella, de estar tendido a su lado sobre ese cobertor morado o rojo empezaba a mezclarse con el desconcierto frente a su manera de hablarme, su displicente reconocimiento de una carta no buscada, no leída.
Un sueño al fin, los cortes arbitrarios de esos montajes en que todo bascula sin razón aparente, tijeras manejadas por monos mentales y de golpe estábamos en Verona, en el presente y en San Zeno pero era una iglesia a la española, un vasto pastiche de enormes esculturas grotescas en los portales que franquéabamos para recorrer las naves, y sin transición estábamos otra vez en una cama pero ahora en la misma iglesia, detrás de un gigantesco altar o acaso en una sacristía. Tendidos en diagonal, sin zapatos, Mireille con un abandono satisfecho que nada tenía que ver conmigo. Y entonces mujeres embozadas se asomaban por una puerta estrecha y nos miraban sin hablar, se miraban entre ellas como si no lo creyeran, y en ese segundo yo comprendía el sacrilegio de estar allí en una cama, hubiera querido decírselo a Mireille y cuando iba a hacerlo le veía de lleno la cara, me deba cuenta de que no solamente lo sabía sino que era ella quien había orquestado el sacrilegio, su manera de mirarme y de sonreír eran la prueba de que lo había hecho deliberadamente, que asistía con un gozo innominable al descubrimiento de las mujeres, a la alarma que ya debían haber dado. Sólo quedaba el frío horror de la pesadilla, tocar fondo y medir la traición, la trampa última. Casi innecesario que las mujeres hicieran señas de complicidad a Mireille, que ella riera y se levantara de la cama, caminara sin zapatos hasta reunirse con ellas y perderse tras la puerta. El resto como siempre era torpeza y ridículo, yo tratando de encontrar y ponerme los zapatos, creo que también el saco, un energúmeno vociferando (el intendente o algo así), gritándome que yo había sido invitado a la ciudad pero que después de eso era mejor que no fuera a la fiesta del club porque sería mal recibido. En el instante de despertarme se daban al mismo tiempo la necesidad rabiosa de defenderme y lo otro, lo único importante, el indecible sentimiento de la tración tras de lo cual no quedaba más que ese grito de bestia herida que me sacó del sueño.
Tal vez hago mal en contarte esto que conocí mucho después, Lamia, pero tal vez era necesario, otra carta de la baraja, no sé. El último día de Verona empezó apaciblemente con un largo paseo y un almuerzo lleno de caprichos y de bromas, vino la tarde y nos instalamos en el cuarto de Javier para las últimas pipas y una renovada discusión sobre Marguerite Yourcenar, créeme que yo estaba contenta, finalmente éramos amigos y el pacto se cumplía, hablamos de Ingmar Bergman y ahí sí, creo, me dejé llevar por lo que tú hubieras apreciado infinitamente y en algún momento (es curioso cómo se me ha quedado en la memoria aunque Javier disimuló limpiamente algo que debía llegarle como una bofetada en plena cara) dije lo que pensaba de un actor norteamericano con el que habría de acostarse Liv Ullmann en no sé cuál de las películas de Bergman, y se me escapó y lo dije, sé que hice un gesto de asco y lo traté de bestia velluda, dije las palabras que describían al macho frente a la rubia transparencia de Liv Ullmann y cómo, dime cómo, Lamia, cómo podía ella dejarse montar por ese fauno untado de pelos, dime cómo era posible soportarlo, y Javier escuchó y un cigarrillo, sí, el recuento de otras películas de Bergman, La vergüenza, claro, y sobre todo El séptimo sello, la vuelta al diálogo ya sin pelos, el escollo mal salvado, yo iría a descansar un rato a mi pieza y nos encontraríamos para la última cena (ya está escrito, ya te habrás sonreído, dejémoslo así) antes de que él se fuera a la estación para su tren de las once.
Aquí hay un hueco, Lamia, no sé exactamente de qué hablamos, había anochecido y las lámparas jugaban con los halos del humo. Sólo recuerdo gestos y movimientos, sé que estábamos un poco distantes como siempre antes de una despedida, sé también que no habíamos hablado de un nuevo encuentro, que eso esperaba el último momento si es que realmente esperaba. Entonces Javier me vio levantarme para volver a mi cuarto y vino hacia mi, me abrazó mientras hundía la cara en mi hombro y me besaba en el pelo, en el cuello, me apretaba duramente y era un murmullo de súplica, las palabras y los besos una sola súplica, no podía evitarlo, no podía no amarme, no podía dejarme ir de nuevo así. Era más fuerte que él, por segunda vez rompía el pacto y lo destruía todo si ese todo significaba todavía algo, no podía aceptar que lo rechazara como lo estaba rechazando, sin decirle nada pero helándome bajo sus manos, helándome Liv Ullmann, sintiéndolo temblar como tiemblan los perros mojados, los hombres cuando sus caricias se pudren sobre una piel que los ignora. No le tuve lástima como se la tengo ahora mientras te escribo, pobre Javier, pobre perro mojado, pudimos haber sido amigos, pudimos Amsterdam o Barcelona o una vez más los quintetos de Brahms en la cabaña, y tenías que estropearlo de nuevo entre balbuceos de una ya innoble esperanza, dejándome tu saliva en el pelo, la marca de tus dedos en la espalda.
Me olvido casi de que te estoy escribiendo a ti, Lamia, sigo viendo su cara aunque no quería mirarlo, pero cuando abrí mi puerta vi que no me había seguido esos pocos pasos, que estaba inmóvil en el marco de su puerta, pobre estatua de sí mismo, espectador del castillo de naipes cayendo en una lluvia de polillas.
Ya sé lo que quisieras preguntarme, qué hice cuando me quedé sola. Me fui al cine, querida, después de una muy necesaria ducha me fui al cine a falta de mejor cosa y pasé delante de la puerta de Javier y bajé las escaleras y me fui al cine para ver una película soviética, ése fue mi último paseo dentro del pacto de Verona, una película con cazadores en la zona boreal, heroísmo de amor, Lamia, dos horas de paisajes hermosos y tundras heladas y gente llena de excelentes sentimientos. Volví al hotel a las ocho de la noche, no tenía hambre, no tenía nada, encontré bajo mi puerta una nota de Javier, imposible irse así, estaba en el bar esperando la hora del tren, te juro que no diré una sola palabra que pueda molestarte pero ven, Mireille, no puedo irme así. Y bajé, claro, y no era un bello espectáculo con su valija al lado de la mesa y un segundo o tercer whisky en la mano, me acercó un sillón y estaba muy sereno y me sonreía y quiso saber qué había hecho y yo le conté de la película soviética, él la había visto en Londres, buen tema para un cuarto de hora de cultura estética y política, de un par de cigarrillos y otro trago. Le concendí todo el tiempo necesario pero aún le quedaba más de una hora antes de irse a la estación, le dije que estaba cansada y que me iba a dormir. No hablamos de otro encuentro, no hablamos de nada que hoy pueda recordar, se levantó para abrazarme y nos besamos en la mejilla, me dejó ir sola hacia la escalera pero escuché todavía su voz, solamente mi nombre como quien echa una botella al mar. Me volví y le dije ciao.
Dos meses depués llegó su carta que no contesté, curioso pensar ahora que en su sueño de Verona había una carta que yo ni siquiera había leído. Da lo mismo al fin y al cabo, claro que la leí y que me dolió, era otra vez la tentativa inútil, el largo aullido del perro contra la luna, contestarla hubiera abierto otro interregno, otra Verona y otro ciao. Sabes, una noche sonó el teléfono en la cabaña, a la hora en que él en otro tiempo me llamaba desde Londres. Por el sonido supe que era una llamada de larga distancia, dije el "hola" ritual, lo repetí, tú sabes lo que se siente cuando alguien escucha y calla del otro lado, es como una respiración presente, un contacto físico, pero no sé, acaso una se oye respirar a sí misma, del otro lado cortaron, nadie volvió a llamar. Nadie ha vuelto a llamar, tampoco tú, solamente me llaman para nada, hay tantos amigos en Ginebra, tantas razones idiotas para llamar por teléfono.
¿Y si en definitiva fuera Javier quien escribe esta carta, Lamia? Por juego, por rescate, por un último patetismo previendo que no la leerás, que nada tienes que ver con ella, que la medalla te es ajena, apenas una razón de irónica sonrisa. ¿Quién podrá decirlo, Lamia? Ni tú ni yo, y él tampoco lo dirá, tampoco él. Hay como un triple ciao en todo esto, cada cual volverá a sus juegos privados, él con Eileen en la fría costumbre londinense, tú con tu presa del día y yo que escucho a Brahms cerca de un fuego que no reemplaza nada, que es solamente un fuego, la ceniza que avanza, que veo ya como nieve entre las brasas, en el anochecer de mi cabaña sola.
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