Amor, cuando te digan que te olvidé, y aun cuando sea yo quien lo dice, cuando yo te lo diga, no me creas, quién y cómo podrían cortarte de mi pecho?

Carta abierta

>> 13 de julio de 2009

Querida mía, esto que debió ser una conversación
serena o quieta, un reencuentro en un bar, como hacen
los amantes ya desavenidos; un lugar cualquiera bajo el sol,
cobijando del relámpago y el viento, un sitio
en el mundo para recibir una carta o conversar de algo
que, sin duda, siempre quise decirte
secretamente, sin testigos y que ahora se convierte
en una pública confesión, sin ninguna
intimidad. Una oda o una elegía, no
lo sé bien; palabras
con significados ciertos
o melancólicos, que representen nuestro destino
y hablen por nosotros y tiemblen antes de desaparecer.

Trepidaremos ligeramente frente a la sola fachada
del recuerdo, junto a los graznidos
inocentes, los graznidos impensados, los lindos
graznidos, los ásperos y filosos de la realidad.

Quería hablar a solas y solamente de nosotros. Admitir,
abrir la bondad; olvidar
por un momento que el orgullo bate
la mayoría de nuestros ademanes, incluidos
los miserables o los insignificantes. Ah mi viejo amor,
hablar
de estas cosas es abrir una mano que hasta ese momento
era un puño; la mano se abre y los pájaros cubren
el cielo y el horizonte; una pluma
cae muy cerca nuestro y con alguna tristeza vemos
que algo se aleja, algo que guardábamos
en la mano cerrada, un pájaro que vuela y cubre
el espacio. Ya no hay razones para crisparse. Se quiere quejar
la mano vacía, quiere oír
y solamente la soledad la arrastra y la conmueve.
Quería poner las cosas en su lugar; hay un espacio
para cada cosa, una palabra para cada temblor, una disculpa
desencadenando toda arbitrariedad: el temor
ha proferido; ha dado aliento a la traición, pábulo
a la maravilla: tristeza
y rencor por un sueño, un gesto cálido perdido.

Todo el mundo, gente de nuestra época y nuestra
sensibilidad; con ideas
confusas; miedos, maldades y caprichos y aclaraciones
saben
por experiencia cómo el amor y el cariño pudo
hacerse cargo de nosotros y convivir
en una misma cueva con los piojos del odio; ellos crecen
amparados también por el calor pegajoso, por la falta
de luz y el asco y el color dulce
y descompuesto del encierro; todo el mundo
ha presenciado nuestras dificultades; los íntimos,
nuestros golpes; han visto
esas cosas que suelen ocurrir.

Pero lo que no saben, lo que nadie sabe ni ha visto,
es hasta qué punto has logrado herirme de muerte. No
saben
que llegando de lugares opuestos, recorriendo
el mundo y la historia y el cielo patrio de las mentiras
y otras venturas, nos hemos querido, aunque haya sido
con la sola idea de ahogar ilusiones: una reunión
para despedazarnos en las orillas
del amor, la costa movediza
y cercana a los sentimientos sólidos, a la tierra firme.

Nuestra fidelidad, nuestra virginidad, no tienen
importancia comparadas con el tiempo perdido, el que
juntos
hemos olvidado; el tiempo que nunca
supimos ganar. Caricias infieles que nunca te alcanzaron,
extraviándose para que mi mano fuera
precisamente infiel: como un perro
también lameré tu mano virgen; como un animal virgen,
nunca
podré perdonarte el daño que me has hecho, que has
dejado
hacer; aquello que nunca llegaste a conformar: una sombra
merodeando
cada fisura, buscando deslizarse y tomar vida y permanecer.

Ya dije que no era esto una confesión, sino
un ajuste, una memoria. No quisiera que surjan
las dudas o las explicaciones; o reconstruir
cada frase o cada mala intención; sabores destruidos
en pos de la verdad
y de la justicia y otras mentiras del amor.

Con la vergüenza y el miedo y la fragancia de haber vivido
y desear todavía, nos hemos mirado. Parece
que fue entonces. Resulta simple, pero vivir
así, como hemos vivido, corriendo el destino,
sin tregua, acobarda
un poco, o desalienta y no se tropieza
con otra cosa que no sea el olvido.

He escrito poemas en tu nombre, te he cantado,
hemos crecido juntos
hasta el caer de la tarde - como en una novela -, esta
misma tarde
de capitulación o recapitulación.

Querida mía: soy un hombre que te pierde.

"Hasta cuándo", digo, hasta cuándo
tendré que tenerte a mi lado; asomados
a nuestro balcón madrileño, mirando este mundo
aparentemente
ajeno, las revoluciones de otros; el mundo con todo el
sabor
de distancia y de atropello; hasta cuándo
tendré que soportar
tu presencia y toda esa algarabía de la muerte.

Sin embargo seguimos juntos; a tu lado conocí
la alegría del amor. Una noche,
que sin duda recordarás, pude sentir con melancolía y
estupor
que esa alegría llegaba: una extranjera, una viajera
desconocida que intentaba despreciar; ignorándola,
teniéndole
miedo o queriéndola demasiado; empecinándose.

Cuando pienso en estas cosas, en estos hastíos
pequeños y burgueses, en la alegría
de aquella noche y de otras, tengo la seguridad
de que algo va a ocurrir. Estoy
a punto de morirme -años más, años menos- y aunque
no creo
que sea bueno decirlo, aunque sea yeta, lo repito
para no apelar a un sortilegio que exorcise ese demonio
mayor, la reina
de los mandingas; esta única
y manoseada sabiduría sobre la muerte, que me familiariza
con ella; la saludo y la entiendo
como si fuera una vecina con la cual queremos intimar
en el ascensor, pero urgidos
no tenemos tiempo de nada y ya hemos llegado al piso
donde ella baja y ambas -la vecina y la muerte- se nos
escapan
de las manos. Por eso pienso que algo
está por ocurrir; algo que era nuestro ha muerto; algo que es
nuestro, va a morir; va a ocurrir: la nuestra vida que recién
comienza va a ocurrir; el sentimiento
que no ha empezado, va a ocurrir; las ganas
están por ocurrir: un lagarto
pasa amenazando con su presencia o su cercanía, con su
forma
tan suave de deslizarse en el agua, de caer
aplastado sobre el barro, convirtiendo la costa
en un cementerio que ya nadie
visita porque allí, justamente, no ocurrirá nada.

Nuestro viaje a Lima, nuestra segunda luna de miel,ha
pasado
también. Ahora iniciamos
una tercera sobre mucho cadáver, cosas que ocurrieron;
vamos
a ver dónde terminan estas aventuras
de los soles de hiel; dónde termina nuestra arisca
prevención por el otro; porque para eso sirve
que las cosas hayan sucedido, para agazaparnos esperando
el cazador que nunca vendrá, que pasará de largo sin
disparar
sobre nosotros, panteras olvidadas,
inútiles. Vamos a ver dónde termina
esta ferocidad; pronto lo sabremos, pronto iremos
a caer sobre las arenas falsas
de Copacabana. La Corte nos espera. El amor no será
salvado
por nosotros; no morirá con nuestra historia.

Aunque no puedas reconocerlo, aunque cierres los ojos,
esta nostalgia,
mi melancolía, tiene un sabor, una forma
desconocida que te hace cerrar los ojos, negar,
no reconocer nada. Por eso ya no te alarma
cuando huyo de esa mujer endurecida, sin flexibilidad;
convertida
en una especie de salvaje
cuyos zarpazos molestan al domador, como molestan
los mosquitos y las arañas
venenosas; es inútil
que intentes desembarazarte: te irrité
demasiado para que me olvides, te he marcado,
aunque no fui el hombre que debiste
soñar. Tu sexo temblaba
por primera vez y no era yo: me alegro
de que así fuera, porque soy mejor
que toda aquella sobada fantasía; aunque no puedas,
aunque
nos cueste admitir la realidad y terminemos separados
por un pus de odios y de huesos
y malhumor, y se mezclen las situaciones y las palabras
y progresivamente sea peor el otro, domador o fiera,
y la rabia y la indignación más ridícula supure todo el amor.

Por todo esto he huido muchas veces y nunca
supe bien si vas a entrar en mi pasado. Sin ir más lejos,
atravesé
todo un destierro y casi he muerto de calor y de sed;
anduve
leguas enteras vagando por mi país; ya mucho antes de
conocerte
comencé a huir de tu lado; quería sacar
alguna ventaja; tomar
distancia, estar fuera de peligro, fuera de tiro.

Ahora acorralado, tengo
que decir todo esto. Recordar que nos encontramos
como en las películas mudas: doblamos en una esquina,
hacia atrás, para no descuidar
a nuestro perseguidor, huyendo el uno del otro, de nuestro
mutuo presentimiento,
hasta que las espaldas
chocaron y a lo mejor imaginamos
que esa sorpresa, ese susto, era el amor.

Y otra vez te desconozco, pero sin huir, sin
perseguirte. Veo tu boca de amor, tu boca
de tormenta y no sé si es la ternura
lo que me confunde o el cansancio. O tu bondad que no
quiere saltar,
bien guarecida ella en tu corazón egoísta y suelto.

Así, esta carta puede ser muy bien una despedida,
o una invitación para que abras ese calor que he conocido
a tu lado; esa promesa; ese amago. Es hora de tomar
decisiones; es una hora sin seducción: estamos a punto de
viajar; será
una partida en la que -a lo mejor- uno de despide del
otro; un viaje
en el que nos despediremos de muchas cosas; empezaremos
de nuevo juntos o alejados: el mar, el cielo
bajo, la condescendencia, el horror, y los pozos
del aire y otros peligros
del amor húmedo y sin aire que nos secunda; este horizonte
todavía sin vida, que sólo nos espera
para vivir; esta tormenta
de verano que -por suerte- terminará por perdernos.

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