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>> 31 de diciembre de 2008
Días de espesor condenado,
con estrías de luna abandonadas por el sol.
O menos: sin estrías.
Tabla rasa de la luz y la sombra,
limbo penitencial
que ignora dónde estuvo la culpa
y dónde el paraíso.
Pero algo suena de pronto,
menos quizá que un sonido,
menos que el eco de un llamado
en una puerta que no existe,
menos que la sombra de la campanilla
en el espacio atónito de una catedral,
menos que el latido de un reloj
sumergido en el fondo del pasado,
menos que el roce de los nombres perdidos
en la impenetrable maraña de lo nombrado,
menos que el pensamiento de una melodía
que jamás se ejecutó
y tal vez nunca se compuso,
menos que una vibración estrangulada
en el hueco de una palabra muerta,
menos que un sueño detenido
en el umbral más quieto de la noche,
menos aún que la forma más remota de un mundo
después de su extinción.
Y entonces,
allí donde ni siquiera la idea de la luz
podría abrir la partitura tapiada del tiempo,
ese menos que menos,
ese menos que sin embargo suena,
nos reanima en el límite.
Necesitamos a veces
descender a la nada,
al casi nada de la nada,
allí donde la nada
es una música infinitesimal,
lo único que se oye
cuando todo lo demás enmudece,
cuando el oído queda
completamente solo.
Nota al pie: A Juarroz, como a Neruda y a Salinas, se lo lee como al I-Ching, como algunos leen la Biblia: se toma el libro en cuestión y se lo abre en una página al azar. Entonces un poema como este, sale, te golpea y te deja sin aire.