La Cita
>> 29 de enero de 2008
Estaba en Ramos Mejía, en mi casa natal. En Plaza Once me esperaba Sonia. Tal vez, yo no la amara. Pero ella me amaba a mí. Una lucecita en una oscuridad cerrada. El amor me tocaba. Bueno, no, no me tocaba, pero, al menos me rozaba. Eso ya era algo.
Distinguí una carita triangular. Ojos abiertos, redondos. El morro negro, las orejas negras, el resto de la cara blanco. Luna, mi gata. Me alegré, realmente, me alegré. Aunque con sordina. Estaba anestesiado. Ella ronroneaba. Comencé a caminar hacia la estación de trenes, ella venía a mi lado. De pronto no la vi más. Fue entonces cuando percibí la angustia por primera vez. Era como una fogata, leños ardiendo en mi estómago. Lo único colorido en un paisaje gris, desesperanzado.
Yo caminaba por Siberia. Caminaba lentamente para no avivar el fuego en mi vientre. Carlitos cantaba “los lobos aúllan de hambre, no cantes que Olga no vuelve”. ¿Hay algo más horrible que la combinación de una sabana nevada y una canción lamentosa?
En medio de la soledad mi padre se alzaba, gigantesco.
—Padre, perdóname. —le rogué.
—¿Estás dispuesto a corregir tu pecado? —rugió.
Yo, desde muy abajo, distinguía su entrecejo.
—Sí —grité—, haré lo que sea.
—Entonces —respondió la voz tonante. Y su boca emitió palabras con fuerza. Sus labios se movían, su entrecejo se cerraba aún más. De él partían relámpagos que recorrían el cielo. Pero yo no oía, porque se hizo el silencio más atroz.
Percibí un movimiento, mi dulce gata caminaba por allá abajo, cerca de mis pies.
Me encontré, de pronto, en la estación Floresta, del ferrocarril que lleva a Once. Estaba relativamente cerca, pero tan lejos, tan lejos.
"El amor es una mujer que me espera en Plaza Once."
No había más trenes. O sí, había, pero no se movían. El universo no quería que yo llegara a la cita.
La mayor parte del tiempo la angustia era sorda, omnipresente.
Yo caminaba, me pesaban las piernas, los pies. Iba hacia la avenida Rivadavia. Tal vez pasaran por allí vehículos en dirección a Plaza Once.
"Si tan sólo pudiera llegar."
Me crucé con mi gata, que venía en sentido contrario al que yo llevaba. Venía atenta a algo, un ratón invisible, quizá. La llamé, le grité, pero mis palabras se perdieron en un silencio atroz. Mis labios, mi lengua, mi pecho se movían con energía. El universo estaba en silencio. Y mi silencio era silencio dentro del silencio. Otra vez solo.
"Al fin de cuentas, creo que no es tanto pedir llegar a Plaza Once."
Seguí caminando. Me pesaban los hombros. Me encontré en un barrio de casas bajas y pobres. Arriba un cielo enorme y desesperado. Mientras me arrastraba usandocodos y rodillas algo me dio esperanza. En la esquina estaba Luna. Me puse de pie. Ella me recorrió haciendo jirones mi ropa, sus uñas me laceraban. Llegó a mi hombro. Percibí su cabecita cerca de mi oreja. Y esta vez no ganó el silencio. Me llegó nítida la voz de mi gata, de mi madre:
—Tu pecado es haber nacido.
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