Domesticación
>> 15 de octubre de 2007
Todo comenzó así: Por más que yo sopesara el pro y el contra, una y otra vez, la decisión no venía. Fue por eso que llamé a Lili.
—Desearía tener una gata. Pero tengo miedo.
—¿Miedo de qué?
—De sus uñas, ¿vos sabés el filo que tienen?
—Mirá, Hipólito, lo único real que te oí decir es que tenés ganas. No jodás, andá y conseguíla.
Ella y yo habíamos sido pareja en otro tiempo, ya no recuerdo cuando. Hace años de eso. O, quizás, fue en una vida anterior.
Pero, retomando el relato, suelo poner un voto a favor y otro en contra. Y luego llamo a Lili para que desempate.
Me detuve ante la puerta de la veterinaria. El vidrio espejado me devolvió mi imagen. Cabello y barba blancos y una piel profundamente surcada. “Cicatrices de muchas guerras”, me dije, para animarme.
Toqué el timbre. La encargada me abrió.
Me detuve ante la jaula de los gatitos.
—Dos machitos y una hembrita. —sonrió ella.
“Orgullosa de su descendencia”, pensé, con una sonrisa torcida.
—Me gustaría llevar uno —dije—, pero dudo, porque tengo cosas delicadas.
—¿Cosas delicadas? —me miró, interrogativa.
—Tengo bastidores con tela en profusión. Bueno, no tanto —traté de medirme—, serán diez o doce. Pero algunos están pintados y sería un desastre perder las pinturas.
—¿Usted —la voz de la señora sonó extrañada— tiene bastidores colgados en la pared o apoyados en el piso?
—Colgados, por supuesto que tengo. Pero me preocupan los otros, los que no están colgados. Yo pinto, ¿sabe? A veces, también grabo. Y los papeles para grabar, hoy en día, cuestan un dineral.
—Bueno, si se le desmanda —la señora hizo un gesto con la mano abierta y yo me imaginé una raqueta que golpeaba una pelota—, usted tiene que corregirla.
“La pedagogía”, tomé nota, “es fundamental” y me llevé la gatita.
Una vez en casa, abrí la caja. Con delicadeza felina la gatita salió y se puso a inspeccionar su nuevo territorio. Su primer acto verdaderamente oficial, como gatita de la casa, fue saltar sobre un sillón y rasguñarlo. Yo la tomé lo más rápidamente que pude, me aparté y la dejé en el suelo. Pero la gatita corrió velozmente hacia el sillón, otra vez saltó sobre él y siguió rasguñándolo. Tres o cuatro veces la alejé. Pero insistió tanto que me puso furioso. Terminé siendo violento. “Cuando deje de vigilarla va a volver y lo va a hacer trizas”, pensé, angustiado. Ese episodio me dejó muy inquieto.
Pasado un tiempo la gatita vino a los gritos; sin duda quería comer. Me pareció percibir en su voz un timbre infantil.
“Claro”, me dije, “si aún no ha cumplido los tres meses”.
—Bueno —me dirigí a la gata—, como, de algún modo, tenemos que entendernos, te pondré un nombre. Te llamarás Luna.
Y le puse en su comedero una ración de carne mojada con huevo que ella despachó con ganas.
Después llamé a Lili.
—Hola, Lili, tengo una gata.
—Ah, qué bueno. ¿Cómo es?
—Siamesa.
—Mañana al mediodía —la voz de Lili sonó alegre—, voy a tu casa. Tengo que verla.
Más tarde vi un apreciado objeto de cerámica que yo solía tener en un estante pero que, en ese momento, estaba partido y en el piso. Era recuerdo de un viaje que había hecho al Perú, años atrás. También el ánimo se me vino al piso. “No puedo convivir con esta bestia”, me lamenté, “me va a destruir la casa”. Pero era domingo y no podía devolver a Luna. Por el momento, había que aguantarse.
Luna desapareció de mi vista y oí golpeteos. “Ya está haciendo líos otra vez”, pensé. Pero, esta vez, Luna, tan sólo jugueteaba con las piedritas de su baño.
Después, mientras yo miraba la tele, vino Luna reclamando. Su vocecita sonaba desvalida.
—¿Qué te pasa? —le pregunté. Me incliné, la tomé y la puse sobre mis piernas. Luna se acomodó y se durmió.
—Tan adorable y tan odiosa —murmuré, perplejo.
Un rato después, deposité a Luna en el piso y me levanté para meterme en el baño. Cuando salí Luna estaba reclamando en otro lugar del caserón, maullando al vacío.
—Vení, Luna —la llamé—, vení, gata sonsa.
Quise consultar un libro de arte. Cuando lo retiré de la biblioteca, por puro azar, se cayó una pelotita que estaba allí. Ver a Luna correrla fue un espectáculo divertido.
Cuando llegó la noche fui a la cama. La gata se subió también. Se acercaba peligrosamente a mi cara y temí por mis ojos. Puse una caja con un pulóver viejo afuera de mi habitación, saqué a la gatita, y cerré la puerta. Por un largo rato oí las quejas llorosas de Luna.
¡Ufa —exclamé—, qué chiquita que sos y que batifondo metés!
Después nos sobrevino el sueño.
En la mañana del lunes sentí que era mejor no apurarme, siempre habría tiempo para devolver a Luna. “Además”, pensé, “si Lili no llega a verla, se va a desilusionar.”
Le serví una ración de comida.
Tenía ganas de pintar. Pero, además, era tiempo: la fecha de la exposición se me venía encima. De modo que puse un lienzo sobre el caballete y desplegué tubos de óleo, la paleta y los pinceles. Poco pude pintar. Luna siempre estaba alrededor de mí, reclamando mi atención, o bien, se llevaba los tubos de óleo, empujándolos con sus patitas, por la mesa primero y por el piso del estudio después. Era interesante ver como creaba imágenes de la caza de una presa en plena huída. Pero era malo para la exposición.
Al mediodía llegó Lili. Tomó a Luna, la acarició y le hizo mil mimos. Estaba encantada.
Le comenté acerca de nuestra convivencia. De Luna y de mí, quiero decir.
Lili me encaró francamente:
—Vos sos un solitario. Siempre te manejás por las tuyas. Lo que necesitás, más que no tener problemas, es tenerlos.
Y agregó:
—Dejála dormir con vos. No te va a hacer nada. Disfrutála ahora; después crecen y cambian.
Durante el almuerzo, me ofreció:
—Podés usar mi estudio para pintar cuando quieras.
Ahora es la noche del lunes.
La historia de un hombre y una gata se compone de pequeños acontecimientos. Por ejemplo: Hago algo que no le gusta mucho, la tomo en mis manos de modo tal que no pueda moverse.
—El amor es así, Lunita —le digo—, te maniata.
Pienso en las mujeres. ¿Cuántas han pasado por mi vida? Muchas. Pero ninguna logró tenerme maniatado mucho tiempo, salvo Lili, tal vez. Subo la escalera que me lleva a mi dormitorio. Obediente a las indicaciones recibidas no cierro la puerta. Entro la caja de Luna. La gata la ignora. Va directamente a mi cama.
Me sorprende la presencia de ese ser.
Se trata, sin duda, de una intrusión promovida por mí mismo. Pero aún así, me sorprende. Es un plus, algo que no pertenece a este contexto. De pronto, no sé por qué, volviendo de un lejano pasado un recuerdo se me presenta. En un cuaderno de la escuela se me había caído una mancha. Encontré la siguiente solución: dibujar el torso de un hombre que parecía emerger de la hoja, miraba la mancha y preguntaba: “¿A quién se le habrá caído una gota de tinta?”.
Quiero leer un rato antes de dormir. A Luna no se le ocurre mejor cosa que sentarse en mi pecho y mirarme a la cara, ubicándose, así, entre el libro y yo. La vida joven es demandante, impaciente, todo lo quiere ya, ningún respeto por el pasado, por la historia. Tal vez sea por eso que nunca tuve hijos.
Me acuesto, finalmente. La gata, ronroneando, se acomoda a mi lado.
—Al final, Lunita —susurro—, me vas a domesticar.
Apoyo mi mano sobre ella para sentir la tibieza de ese trocito de vida palpitante. Curioso contraste el que hacen mi corazón cansado y el corazón reciente, el de esta criatura que apenas asoma a la vida. Es mi último pensamiento en esta noche. Y nos quedamos ambos reposando, olvidados del mundo, rodeados por la oscuridad envolvente.
—Desearía tener una gata. Pero tengo miedo.
—¿Miedo de qué?
—De sus uñas, ¿vos sabés el filo que tienen?
—Mirá, Hipólito, lo único real que te oí decir es que tenés ganas. No jodás, andá y conseguíla.
Ella y yo habíamos sido pareja en otro tiempo, ya no recuerdo cuando. Hace años de eso. O, quizás, fue en una vida anterior.
Pero, retomando el relato, suelo poner un voto a favor y otro en contra. Y luego llamo a Lili para que desempate.
Me detuve ante la puerta de la veterinaria. El vidrio espejado me devolvió mi imagen. Cabello y barba blancos y una piel profundamente surcada. “Cicatrices de muchas guerras”, me dije, para animarme.
Toqué el timbre. La encargada me abrió.
Me detuve ante la jaula de los gatitos.
—Dos machitos y una hembrita. —sonrió ella.
“Orgullosa de su descendencia”, pensé, con una sonrisa torcida.
—Me gustaría llevar uno —dije—, pero dudo, porque tengo cosas delicadas.
—¿Cosas delicadas? —me miró, interrogativa.
—Tengo bastidores con tela en profusión. Bueno, no tanto —traté de medirme—, serán diez o doce. Pero algunos están pintados y sería un desastre perder las pinturas.
—¿Usted —la voz de la señora sonó extrañada— tiene bastidores colgados en la pared o apoyados en el piso?
—Colgados, por supuesto que tengo. Pero me preocupan los otros, los que no están colgados. Yo pinto, ¿sabe? A veces, también grabo. Y los papeles para grabar, hoy en día, cuestan un dineral.
—Bueno, si se le desmanda —la señora hizo un gesto con la mano abierta y yo me imaginé una raqueta que golpeaba una pelota—, usted tiene que corregirla.
“La pedagogía”, tomé nota, “es fundamental” y me llevé la gatita.
Una vez en casa, abrí la caja. Con delicadeza felina la gatita salió y se puso a inspeccionar su nuevo territorio. Su primer acto verdaderamente oficial, como gatita de la casa, fue saltar sobre un sillón y rasguñarlo. Yo la tomé lo más rápidamente que pude, me aparté y la dejé en el suelo. Pero la gatita corrió velozmente hacia el sillón, otra vez saltó sobre él y siguió rasguñándolo. Tres o cuatro veces la alejé. Pero insistió tanto que me puso furioso. Terminé siendo violento. “Cuando deje de vigilarla va a volver y lo va a hacer trizas”, pensé, angustiado. Ese episodio me dejó muy inquieto.
Pasado un tiempo la gatita vino a los gritos; sin duda quería comer. Me pareció percibir en su voz un timbre infantil.
“Claro”, me dije, “si aún no ha cumplido los tres meses”.
—Bueno —me dirigí a la gata—, como, de algún modo, tenemos que entendernos, te pondré un nombre. Te llamarás Luna.
Y le puse en su comedero una ración de carne mojada con huevo que ella despachó con ganas.
Después llamé a Lili.
—Hola, Lili, tengo una gata.
—Ah, qué bueno. ¿Cómo es?
—Siamesa.
—Mañana al mediodía —la voz de Lili sonó alegre—, voy a tu casa. Tengo que verla.
Más tarde vi un apreciado objeto de cerámica que yo solía tener en un estante pero que, en ese momento, estaba partido y en el piso. Era recuerdo de un viaje que había hecho al Perú, años atrás. También el ánimo se me vino al piso. “No puedo convivir con esta bestia”, me lamenté, “me va a destruir la casa”. Pero era domingo y no podía devolver a Luna. Por el momento, había que aguantarse.
Luna desapareció de mi vista y oí golpeteos. “Ya está haciendo líos otra vez”, pensé. Pero, esta vez, Luna, tan sólo jugueteaba con las piedritas de su baño.
Después, mientras yo miraba la tele, vino Luna reclamando. Su vocecita sonaba desvalida.
—¿Qué te pasa? —le pregunté. Me incliné, la tomé y la puse sobre mis piernas. Luna se acomodó y se durmió.
—Tan adorable y tan odiosa —murmuré, perplejo.
Un rato después, deposité a Luna en el piso y me levanté para meterme en el baño. Cuando salí Luna estaba reclamando en otro lugar del caserón, maullando al vacío.
—Vení, Luna —la llamé—, vení, gata sonsa.
Quise consultar un libro de arte. Cuando lo retiré de la biblioteca, por puro azar, se cayó una pelotita que estaba allí. Ver a Luna correrla fue un espectáculo divertido.
Cuando llegó la noche fui a la cama. La gata se subió también. Se acercaba peligrosamente a mi cara y temí por mis ojos. Puse una caja con un pulóver viejo afuera de mi habitación, saqué a la gatita, y cerré la puerta. Por un largo rato oí las quejas llorosas de Luna.
¡Ufa —exclamé—, qué chiquita que sos y que batifondo metés!
Después nos sobrevino el sueño.
En la mañana del lunes sentí que era mejor no apurarme, siempre habría tiempo para devolver a Luna. “Además”, pensé, “si Lili no llega a verla, se va a desilusionar.”
Le serví una ración de comida.
Tenía ganas de pintar. Pero, además, era tiempo: la fecha de la exposición se me venía encima. De modo que puse un lienzo sobre el caballete y desplegué tubos de óleo, la paleta y los pinceles. Poco pude pintar. Luna siempre estaba alrededor de mí, reclamando mi atención, o bien, se llevaba los tubos de óleo, empujándolos con sus patitas, por la mesa primero y por el piso del estudio después. Era interesante ver como creaba imágenes de la caza de una presa en plena huída. Pero era malo para la exposición.
Al mediodía llegó Lili. Tomó a Luna, la acarició y le hizo mil mimos. Estaba encantada.
Le comenté acerca de nuestra convivencia. De Luna y de mí, quiero decir.
Lili me encaró francamente:
—Vos sos un solitario. Siempre te manejás por las tuyas. Lo que necesitás, más que no tener problemas, es tenerlos.
Y agregó:
—Dejála dormir con vos. No te va a hacer nada. Disfrutála ahora; después crecen y cambian.
Durante el almuerzo, me ofreció:
—Podés usar mi estudio para pintar cuando quieras.
Ahora es la noche del lunes.
La historia de un hombre y una gata se compone de pequeños acontecimientos. Por ejemplo: Hago algo que no le gusta mucho, la tomo en mis manos de modo tal que no pueda moverse.
—El amor es así, Lunita —le digo—, te maniata.
Pienso en las mujeres. ¿Cuántas han pasado por mi vida? Muchas. Pero ninguna logró tenerme maniatado mucho tiempo, salvo Lili, tal vez. Subo la escalera que me lleva a mi dormitorio. Obediente a las indicaciones recibidas no cierro la puerta. Entro la caja de Luna. La gata la ignora. Va directamente a mi cama.
Me sorprende la presencia de ese ser.
Se trata, sin duda, de una intrusión promovida por mí mismo. Pero aún así, me sorprende. Es un plus, algo que no pertenece a este contexto. De pronto, no sé por qué, volviendo de un lejano pasado un recuerdo se me presenta. En un cuaderno de la escuela se me había caído una mancha. Encontré la siguiente solución: dibujar el torso de un hombre que parecía emerger de la hoja, miraba la mancha y preguntaba: “¿A quién se le habrá caído una gota de tinta?”.
Quiero leer un rato antes de dormir. A Luna no se le ocurre mejor cosa que sentarse en mi pecho y mirarme a la cara, ubicándose, así, entre el libro y yo. La vida joven es demandante, impaciente, todo lo quiere ya, ningún respeto por el pasado, por la historia. Tal vez sea por eso que nunca tuve hijos.
Me acuesto, finalmente. La gata, ronroneando, se acomoda a mi lado.
—Al final, Lunita —susurro—, me vas a domesticar.
Apoyo mi mano sobre ella para sentir la tibieza de ese trocito de vida palpitante. Curioso contraste el que hacen mi corazón cansado y el corazón reciente, el de esta criatura que apenas asoma a la vida. Es mi último pensamiento en esta noche. Y nos quedamos ambos reposando, olvidados del mundo, rodeados por la oscuridad envolvente.
de "Los relatos de Hipólito"
3 comentarios:
Que bello relato¡¡¡
Que lindo volver a leerte, recuperaste tu blog!!!
Besos.
maga
Sólo para decir que me gusta mucho CMolinar...
quiero "Los Relatos de Hipólito" en su totalidad.
Sinceramente, este cuento me conmovió, me divirtió y me dejó un calorcito en el corazón.
Besos!
Maga: Viste qué lindo? Su autor amablemente me dejó publicarlo, veo si puedo pedirle otros para postear...
Y en cuanto al blog... me costó horrores volver.
magui: no vale endulzar los oídos del autor de manera virtual, se prefiere un llamado telefónico.
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